¿Y si no llego a juntar suficientes amigxs para la vejez?
Lo que nadie nos dice sobre crecer y conservar a quienes de verdad importan.
De niñes se nos hace muy fácil hacer amistades. Basta con compartir un juguete o encontrar una actividad que nos entretenga y —casi en automático— ya somos besties. De adultes, el trato no resulta tan sencillo. Factores como la desconfianza, los intereses personales o la falta de tiempo nos juegan en contra, y el camino se vuelve un poco más solitario.
He llegado a pensar que es una forma humana de supervivencia. Mientras más amigos hagamos en nuestros primeros años, menos solitaria será nuestra adultez. Se vuelve casi una responsabilidad con nuestro “yo” del futuro. Inconscientemente sabemos que, a medida que pasa el tiempo, se nos hará más difícil convencer a alguien de querernos, je.
Y de pronto se vuelve una carrera: si llegas a la adultez con suficientes amistades duraderas, menos solo te vas a sentir. Goals.
Sí, suena un poco descabellado. Incluso me recuerda al irracional argumento que se usa para “motivarnos” a tener hijxs: “Si no tienes, ¿quién te cuidará de viejx?” —no me detendré a explicar por qué esa premisa está mal, ¿ok?
Pero al mismo tiempo… me hace sentido —lo de las amistades, digo. Porque cuesta entregarse genuinamente si no conoces lo suficiente a la otra persona. Y cuando digo “lo suficiente”, me refiero a años, momentos, anécdotas… a todo lo que te permite ver cómo alguien crece mientras tú también lo haces. Por algún motivo, presenciar ese desarrollo de personaje te da más confianza sobre la persona adulta que es hoy.
Entonces, si tuviste éxito, llegaste a los 25 o 30 con amigues del cole, de la infancia… tantos que no te alcanzan los dedos para contar. Tantos que se vuelve imposible reunirse en una sola fecha para tu cumple. Tantos que te es muy difícil elegir quién será tu madrina o padrino de bodas. Tal vez por eso hay tantos roles en una boda: testigxs, madrinas, damas de honor, la de los anillos, la del ramo, la de la pestaña…
Y de pronto, te encuentras compartiendo una cena de Navidad con muchas familias ramificadas. De pronto, la vejez se siente un camino dulce, en el que no dejas el teléfono nunca porque no paran de mandarte fotos y videos. Comparten pastillas, recetas caseras, males que se vuelven menos dolorosos porque estás en compañía, aunque sea desde lejos.
Te imaginas una vida en la que valió la pena apurarte en albergar tantas amistades como fuera posible porque —una vez más— la adultez se hizo menos solitaria.
Suena lindo, ¿no?
Yo me lo he imaginado mil veces. Podría decir que desde que estaba en primaria.
Desde que mis queridos mejores amigxs decidieron aplicarme la ley del hielo porque me defendí de sus insultos. No me hablaron durante todo un bimestre.
Me lo imaginé de nuevo cuando me cambié de secundaria. Todxs ya tenían sus grupos armados, y yo pasaba los recreos junto a la tutora porque no lograba encajar con su estándar de inteligencia.
Me lo imaginé, mucho más aún, cuando logré tener una mejor amiga… quien terminó dejándome de lado cuando conoció a otras personas en la misma universidad a la que ingresamos juntas.
Cada vez que perdía una amistad, en mi cabeza resonaba como eco:
Si sigues perdiendo amistades, te quedarás sola.
Esa premisa ha sido una mochila de piedra presente en cada desilusión. No solo en el contexto de amistad, familiar también —y romántica de paso.
Sobre todo, en los días más difíciles pienso que he fallado en construir MÁS amistades que puedan sostenerme cuando solo quiero no existir.
*Mensaje de grupo de whatsapp
*Tal te mandó un Tiktok
*Escribiendo…
*Oye, cuándo un café?
Como un ventarrón que me atraviesa la cara para despertarme de ese loop de pensamiento, hacen su mágica aparición esos cuatro gatos que, efectivamente, me sostienen. Y que —aunque no lo sepan— siempre tendrán guardado un espacio en mi Navidad.
La ilusión de Roberto Carlos sobre tener un millón de amigos es compartida por un millón de personas. Pero, ahora creo que no se refería, literalmente, a la cantidad en sí.
No se trata de coleccionar personas que nos digan solo lo que queremos oír como cuando éramos niñes —si nos gustaba el mismo color, ya éramos besties—. O repitan en coro todo lo que queremos hacer para “así más fuerte poder cantar” —Roberto Carlos, todo un visionario.
Se trata de encontrar personas que genuinamente agradezcan tenerte en su vida y viceversa. Personas que te eligen todos los días —en lenguaje de TikTok— “mantengan la racha”. Y sabes que incluso en los días que no quieres existir, ellos tampoco, pero a tu lado.
Día tras día convivimos con mucho ruido amical. Pero solo aquellas voces que reconocemos como melodías honestas y constantes son las que merecen ser atesoradas. Son esas mismas las que, probablemente, dentro de treinta años, escucharemos al otro lado del teléfono contándonos sobre sus nietos o sobre su último viaje a esa ciudad que siempre soñaron conocer.
Es un privilegio poder presentar a alguien como “un amigo de la infancia”, “mi mejor amiga del cole” o “la conozco desde que tengo memoria”.
Pero también lo es decir que esos cuatro gatos que conociste por coincidencias de la vida son, hoy, a quienes decides llamar tu millón de amigos.